Antes de entrar al Museo Storico sabía que entre las 70 máquinas expuestas se encontraba la que para muchos (yo incluido) es “la más hermosa de la historia”, el automóvil más bello jamás construido, un hito casi onírico dentro de la historia del automóvil. Como es de imaginar la ansiedad que sentía entonces era muy alta, no sólo por el hecho de entrar nuevamente a ese templo sagrado donde se exiben las reliquias mas importantes de nuestro credo, sino porque allí vería por primera vez el equivalente al Santo Grial del mundo automotriz.
Antes de cruzar los molinetes que separan la modesta tienda de artículos seleccionados con el resto del Museo me invadió esa necesidad de prolongar innecesariamente momentos que quedarían grabados en la memoria, como cuando realmente disfrutás un buen plato de comida que no podés simplemente deglutir como harías con una mundana minuta al pasar. Esa necesidad de sentir el aroma, degustar los sabores y hasta (si la destreza culinaria del cocinero lo amerita) coronar la experiencia acariciando el fondo del plato con un buen pedazo de pan. Pase unos 30 minutos decidiendo si quería el señalador de libro con o sin cajita y otros varios minutos decidiendo si el libro donde usaria dicho señalador debia ser de tapa blanda o tapa dura. Disfrutar el momento, de eso se trata.
Finalmente, con mi bolsa de selectos articulos en mano, atravecé los molinetes mientras un señor de seguridad explicaba a un turista nórdico que no sabía cómo había logrado llegar al punto de inicio del tour nuevamente pero que seria laultima vez que lo dejaba pasar con el mismo tiket. ¿Será tan corto el recorrido que el sujeto éste lo completó sin darse cuenta? Me pregunté.
Allí estaban más bellas que nunca las maravillas mecánicas más increibles, esas obras de arte que por alguna extraña razón no suelen verse al lado de las obras de Botticelli o Miguel Angel u otros artistas italianos que se codean en la Gallería Uffizi o similares. El estado de cada una era digna de su representativa historia, inmaculados y relucientes, mantenidas como lo que son; joyas.
Mientras me aproximaba a la zona donde encontraría a “mi héroe” de motor central y tracción trasera me empezaron a transpirar las manos. Escuché la frase “no conozcas a tus heroes” tantas veces en películas y series que la ansiedad era incontenible.
Recorrí los últimos metros del area denominada “Bellezza” con calma como disfrutando posar la vista sobre las máquinas que allí se exponían impolutas, pero siempre mirando de reojo lo que vendría algunos metros más adelante.
Al final del sector “Velocità” que celebra la historia deportiva de la marca, estaba ella. Era la primera vez que la veía en mi vida pero sentía que la conocía de hacía años. Cada centímetro de esa obra maestra de aluminio era tal cual lo había visto en fotos y videos casi desde que tengo uso de razón (o desde que apareció internet).
Me pasé varios largos minutos mirando cada detalle, y tratando de llevarme una foto mental del momento. Imponente y al mismo tiempo diminuta, sus 99cm de altura la hacen parecer un auto de caricatura y sus enormes ruedas traseras parecen no entrar en esos guardabarros que acentúan la encantadora desproporción de las cubiertas. Sus clásicas llantas, ese diseño eterno que reinó en las pistas en las décadas del 60 y 70, doradas como los trofeos que supieron traer a Arese. Su rabioso V8 asomándose por la luneta casi horizontal que no parece tener otra función más que proteger las 8 trompetas cromadas prestas a entonar la mejor sinfonía. Cuando uno mira los superautos de hoy con dimensiones exageradas, esos monstruos de 1500kg y más de 2mts de ancho preparados para arrancar el asfalto, parece mentira que sean de alguna forma de la misma familia, descendientes de este monumento de apenas 900kg.
No sé exactamente cuánto tiempo me detuve a admirarla y no sé si mis hojos se humedecían por ver tanta belleza de una vez o por el aire acondicionado pero de algo si estoy seguro, conocí a mi héroe de metal y me encantó!
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Je, jejejeje.